Miguel
A. Jaimes N.
La
Mucuy
CURANDEROS
Había
que andar de montaña en montaña para saber las penurias y necesidades que pasó
la gente décadas atrás. Fueron los días en que todos aprendieron a curarse con
los cabrestos de la esperanza, pues con ellos debían andar de aquí para allá.
Eran
horas en que las lagunas permanecían encendidas como centinelas anunciando
lunas con algunas enfermedades y el poco sol que asistía debía ser aprovechado,
entonces los viejos decían que debían adorarse los rayos del calor, ya que por
donde entra no hay enfermedades.
Así
se curaban los hombres del campo, los de antes, buscando un poco de abrigo,
descanso e hirviendo guarapos de infusiones, tés calientes y ramas medicinales,
pero ahora a muchos se les ha olvidado que el romero cura los catarros y el
plátano verde sancochado sirve para las diarreas.
Para
cuando los secretos caseros se acababan y las ramas no surtían el efecto tras
los remedios encomendados, entonces había que acudir a la casa de los
curanderos. Por lo general eran hombres sabios, conocedores de brebajes
ardientes y de pócimas capaces de sacar todos los sufrimientos del cuerpo. A
ellos se apelaba cuando algunas cosas no marchaban bien, incluso recetaban
hasta a los animales y sus secretos iban hasta el solar de las casa, donde
había algunas planticas que en lo que tarda en oscurecer un día y en aclarar
otro, ya todo estaba amarillito.
Entonces
los viejos de las habitaciones señalaban que las tierras se habían puesto
malucas, de seguro una vieja con poca intención y con el período encima había hecho
mal una tarea encomendada acabando con las plantas, pagando sus descuidos
contra las maticas, poniéndolas a todas sequitas.
Para
esta difícil tarea era necesario que el curandero en persona fuera lo más
pronto posible a remediar estos daños. Primero, debía buscar a la mujer de la
mala intención, recetarla y advertirle que el mal carácter no era bueno y si no
los cambiaba algún día necesitaría del curandero cuando un hijo le saliera
rociado de manchas. Así se controlaba la mala intención. Luego había que lanzar
oraciones por todos lados y mandar a comprar las ramas del día antes que se
acababan en el mercadito del pueblo, pues la demanda era grande.
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