La Mucuy
VIDENTES
Cuando
los días de los videntes se acercaban muchos empezaban a estar en problemas.
Todo sucedía a partir de los meses encendidos cercanos al temido agosto. Cuando
las deudas estaban alquiladas y el pago de las mismas hipnotizaba mentiras
aguantadas con sabores destemplados.
Desde
las agendas antiguas se encontraron siembras de secretos confesados en líneas
que después no dejaban descansar ni a los más santos. Eran escritos temidos que
ahora estarían descubiertos como el trote de caballos briosos, herraduras sin
detenerse sobre rocas resplandecientes.
Las
videncias venían desde todos los caminos. Eran peticiones conjuradas destapando
entradas encantadas, disimuladas en el medio de compañías oxidadas por
destierros olvidados.
Por
eso los pocos adivinadores que existieron por los lados de La Mucuy vivieron
escondidos, ya que todos sus secretos eran codiciados y la tranquilidad de
ellos empezó a correr peligro. Uno de esos días de riesgos pasados, dos
pobladoras desesperadas decidieron capturar a uno, pero él en sus sueños descubrió
las feroces intenciones; entonces huyó para detener las intenciones
inapropiadas de aquellos tiempos inspirados por las locuras de algunas damas.
Por
eso la videncia, oyencia y clarividencia se protegían por medio de los secretos
de un polvo negro que, después de ser colado por las mañanas, se guardaba un
poco de este grano seco para descubrir los disfraces de los días.
Aunque
los disimulados debían ser bien administrados y la primera de las exigencias
eran justamente los secretos. Solo de esta manera podrían adentrarse bajo el
humo de los cachimbos a los mensajes que dejaban cientos de lémures que pasan a
diario por el tiempo dejando sus palabras, pues sus adivinadoras con sus presencias
andaban entre los datos no comentados de los pocos habitantes de aquellos
sitios.
Mientras
menos pobladores más serían los disimulos. Pues mientras se esté solo, muchas cosas
podrían contarse. Un dato eran las cornisas de las casas donde estaban
acaparadas las ideas de vivir y no salir en las primeras horas de las
madrugadas, pues era incierto lo que estaba escrito sobre esos minutos.
Miguel
A. Jaimes N.
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